Bárbara coge el papel y, para mi, lo borda. Lo hace suyo. Bárbara y Stella se confunden. ¿Quién es quién? Esa es la grandeza de la interpretación. Luego está la película en si. Un tanto ñoña y si me apuran cursi, especialmente en el personaje de Laurel, o, si lo prefieren, demasiado efectista buscando reacciones lacrimógenas por parte del espectador antes que reflejar situaciones verosímiles.Pero esto es cine, y el cine tiene sus artimañas y sus trucos y sus reglas de juego. En el cine de siempre, igual que ahora ocurre en la guerra de las televisiones, se buscaban audiencias, cuantas más mejor. Y el estudio psicológico del espectador aconsejaba regalarle situaciones de melodrama puro y duro. De los de rompe y rasga. De los que hacen inevitable una lágrima cayendo sobre las arenas tapizadas de las butacas.
Pero el personaje de Stella Dallas, con su colección de estrambóticos sombreros, pieles de zorro baratas y vestidos cuajaditos de volantes, es algo especial. Duro de pelar. Sólo para actrices privilegiadas como ella.
Momentos cumbres de la película hay muchos y en todos ellos está Bárbara Stella. En algunos, como en las literas del tren, está con su hija Laurel (Anne Shirley) y en otros, como la noche de Navidad está sola con ella misma eligiendo y retocando su vestido en una especie de postrero canto del cisne ante un amor que se escapa irremediablemente. Y por descontado, en el momento cumbre de su vida está sola y apoyada sobre la frialdad de una verja.
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