Kevin Brownslow, escritor británico especialista desde hace mas de 60 años en cine silente y cuya vida ha estado dedicada a su estudio, preservación y restauración, incluía el año 1927 entre los que a lo largo de la historia han tenido la consideración de “anno mirabilis”, porque en él se gestaron obras cinematográficas de una calidad superlativa. Murnau con Sunrise, Lang con Metropolis o Gancé con Napoleón, son argumentos suficientes para justificar esa afirmación. Precisamente 1927 es el año de La muchacha de la sombrerera, un trabajo de Boris Barnet que, sin alcanzar el nivel magistral de las obras citadas, justifica más si cabe el calificativo “mirabilis” y que supuso un aire distinto y rejuvenecedor al cinema ruso.
Aceptando múltiples excepciones que haberlas háilas, quienes nos hemos acercado a la cinematografía de este gran país hemos sido espectadores de momentos históricos de excepción, épicas gestas y dramas sociales enmarcados en una carcelera cotidianidad. Por ello nuestras cejas se levantan desmesuradamente y nuestra boca deletrea lentamente pero con asombro “¡Una comedia!”. La figura de Charlot quiere colarse entre los ojos y la pantalla, buscando su espacio para un slapstick genuinamente chaplinesco donde un empleado ferroviario enamorado se desliza una y otra vez por un puente completamente helado incapaz de seguir a la chica de sus deseos. Y poco después nuestra exigua sabiduría sobre el arte de los Lumière sufre un revolcón cuando sospechamos que la primera screwball no debemos apuntársela a Capra por “Sucedió una noche” sino a Barnet por “La muchacha de la sombrera”. ¡Y todo ello en la rusia bolchevique de 1927!
Los milagros se multiplican como los panes y los peces y así Barnet se atreve a retratar de forma absolutamente fresca y amable la situación burocrática del país y su nueva política económica haciendo una crítica suave de la adjudicación de viviendas o atreviéndose incluso con los funcionarios recaudadores de impuestos. Pero, del mismo modo que la voz de Al Johnson puso, también en 1927, el canto del cisne al silencio en el cine, el régimen soviético puso freno, en el mismo año, a la experimentación y a la influencia corruptora de las culturas estadounidenses o extranjeras. Y así el milagroso año 1927, como Cenicienta tras las doce, volvió a vestirse de delantales blancos y uniformes grises y de aquel chisporroteo de colores solo nos queda Anna Sten, una actriz hermosa y con muchísima personalidad a la que Samuel Goldwyn quiso convertir en la nueva dama cinematográfica que surgió del frío disponiéndole alfombras rojas para que su figura despegase en el mercado americano. La sombra de la Garbo era inmensa y la audiencia dijo no, frustrando con su negativa una carrera más que prometedora.
La vida te da sorpresas y el cine también y esta es una de ellas. ¡Un brindis por el anno mirabilis 1927!
Puntuación:
9,00
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