Tras la era Von Sternberg con su inolvidable Ángel Azul, Marlene Dietrich encara una segunda etapa profesional con un prestigio que la llevará a trabajar para directores tales como Lubitsch, Clair, Fritz Lang, Billy Wilder ó el mismísimo Hitchcock. Pero esta película, El Jardín de Alá, cabría calificarla, siendo generoso, como una obra de transición en su carrera y sin generosidades como un borrón infumable.
Pero la culpa no es de nuestra querida Marlene. No. No se confundan. Todo lo contrario, Repito lo que ya dije en mi crítica a “Marruecos” : “Marlene Dietrich convierte una película más en una película diferente, atípica y atópica ” Y esta es la situación, El Jardín de Alá es una película más. Melodramón lacrimógeno donde los haya que hay que ver, obligatoriamente, si se pretenden iniciar ejercicios espirituales y de meditación trascendental. No duden que contaba y cuenta con el visto bueno Papal y con las bendiciones de la Santa Madre Iglesia. Pero Marlene, ¡Ay, Marlene! Consigue que la película se supere a si misma y siga siendo mala, pero eso sí, mejor que antes.
Reconozcamos las excelencias de una fotografía en color (aunque desencante saber que las arenas del jardín paradisíaco fueron localizadas en Buttercup Valley en el desierto de Arizona) y aplaudamos la concesión del Oscar en esta especialidad y apurando mucho, podemos llegar a valorar el trabajo de Charles Boyer, Basil Rathbone, Aubrey Smith y la presencia siempre apreciada de John Carradine (adivino de la arena).
Y por encima de todo, la belleza, el glamour y ese toque de distinción que confieren la presencia de Marlene Dietrich. Pero ni por esas. La cosa huele a rancio. Ó a kitsch si lo prefieren. Para olvidar.
Pero la culpa no es de nuestra querida Marlene. No. No se confundan. Todo lo contrario, Repito lo que ya dije en mi crítica a “Marruecos” : “Marlene Dietrich convierte una película más en una película diferente, atípica y atópica ” Y esta es la situación, El Jardín de Alá es una película más. Melodramón lacrimógeno donde los haya que hay que ver, obligatoriamente, si se pretenden iniciar ejercicios espirituales y de meditación trascendental. No duden que contaba y cuenta con el visto bueno Papal y con las bendiciones de la Santa Madre Iglesia. Pero Marlene, ¡Ay, Marlene! Consigue que la película se supere a si misma y siga siendo mala, pero eso sí, mejor que antes.
Reconozcamos las excelencias de una fotografía en color (aunque desencante saber que las arenas del jardín paradisíaco fueron localizadas en Buttercup Valley en el desierto de Arizona) y aplaudamos la concesión del Oscar en esta especialidad y apurando mucho, podemos llegar a valorar el trabajo de Charles Boyer, Basil Rathbone, Aubrey Smith y la presencia siempre apreciada de John Carradine (adivino de la arena).
Y por encima de todo, la belleza, el glamour y ese toque de distinción que confieren la presencia de Marlene Dietrich. Pero ni por esas. La cosa huele a rancio. Ó a kitsch si lo prefieren. Para olvidar.
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