Por lo general, no resulta positivo para la carrera de un actor la identificación absoluta, a los ojos del público, con su personaje. Álvaro de Luna siempre será aquel entrañable “Algarrobo” y lo mismo puede decirse de Sancho Gracia como “Curro Jiménez”.
Esta especie de “san benito” figurado suele acompañarles a lo largo de su carrera limitando de algún modo sus trabajos. La razón de este encasillamiento debemos buscarla en el terreno de los fenómenos mediáticos de largo alcance, léase TV ó en el caso del cine español, lo que se conoció como “landismo”.
Esta especie de “san benito” figurado suele acompañarles a lo largo de su carrera limitando de algún modo sus trabajos. La razón de este encasillamiento debemos buscarla en el terreno de los fenómenos mediáticos de largo alcance, léase TV ó en el caso del cine español, lo que se conoció como “landismo”.
Y hablando de landismo, el cambio de “look” de Alfredo Landa de la mano mágica de José Luis Garci en El crack es de medalla olímpica como también lo es la conmoción sin precedentes que se produjo en la carrera de aquel desgarbado con cara de pánfilo que se llamaba y se llamará siempre en nuestros recuerdos Fernando Fernán Gómez. Eso si que es transición sin rupturas y no otras. Esa si que es la demostración fehaciente de que los encasillamientos pueden romperse, superarse y dejarse atrás.
No obstante, las asociaciones son inevitables. A Charlton Heston lo asociaremos siempre con Ben-Hur, Buster Keaton será siempre nuestro maquinista de La General y Bogart, después de tantas y tantas interpretaciones no dejará de ser Rick. Y eso marca. Claramente. De tal manera que nuestro subconsciente (¿ó es el consciente?) no acepta los Bogart pérfidos ni los Keaton aburridos ni los Heston sin principios. La vida de un actor se condiciona por ello. Le pone limitaciones como si fuesen puertas al campo de sus posibilidades escénicas. ¿La recompensa a su “inmovilidad” (con muchas comillas)?: El favor de los incondicionales. ¿El premio a la osadía?: “Chi lo sà”, un albur, un tiro al azar...
Todo este comentario se me ha ocurrido después de visionar la película de Robert Mulligam, Matar a un ruiseñor, con Gregory Peck, eterno capitán Ahab en obstinada búsqueda de Moby Dick.
La película de Huston supuso un hito en la carrera de Peck, algo así como un círculo realzando un título imprescindible de su filmografía. Pero Gregory Peck tiene la casta de los campeones y su inconfundible imagen también permanecerá en nuestras retinas asociada a la integridad humana y profesional de Atticus, el inquebrantable abogado defensor de un hombre de color en uno de los feudos por excelencia del racismo y la xenofobia en los años 60, el sur de los EEUU.
Todo este comentario se me ha ocurrido después de visionar la película de Robert Mulligam, Matar a un ruiseñor, con Gregory Peck, eterno capitán Ahab en obstinada búsqueda de Moby Dick.
La película de Huston supuso un hito en la carrera de Peck, algo así como un círculo realzando un título imprescindible de su filmografía. Pero Gregory Peck tiene la casta de los campeones y su inconfundible imagen también permanecerá en nuestras retinas asociada a la integridad humana y profesional de Atticus, el inquebrantable abogado defensor de un hombre de color en uno de los feudos por excelencia del racismo y la xenofobia en los años 60, el sur de los EEUU.
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