

Y eso que resulta relativamente fácil perderse entre las elucubraciones vitales de un protagonista que en un presunto lecho de muerte, con los buitres en famélica espera y las hienas al acecho, acercándose más de lo debido, repasa, bajo las pintadas nieves del Kilimanjaro, las lecciones que le dió la vida. No diga lecciones, diga cornadas. Y es que el amigo Harry Street (Gregory Peck), escritor remedo del aventurero impenitente que fue Hemingway, deja pasar por su lado a una de las mujeres más bandera de cuantas han pululado con mayor o menor gloria en el orbe cinematográfico, Ava Gardner, cuyo personaje derrocha sensualidades al compás del saxo tenor de Benny Carter, al propio tiempo que se vuelve quebradizo por instantes como fruto de la incapacidad para comunicar su estado de gestación a su propio esposo.
Difícil sobrevivir con el recuerdo de los errores propios pisoteándote la conciencia. Esta es, compendiada, la elucubración vital de un hombre victima de sus propios actos. Y en esta elucubración está el meollo del film. Cada uno de los instantes revividos en esa secuencia de flashback fruto de la fiebre y de la pierna gangrenada, son cuentas de un rosario. Ava era mucha mujer, y no solo en lo físico, Harry lo sabe ahora como lo supo en aquel tiempo donde la prepotencia no le dejaba ver otra cosa. Y lo sabe aún con la abnegada presencia de otra gran mujer: Susan Hayward.
La sensación final que le queda al espectador es que el pulso entre la amargura del pasado y la esperanza del futuro al lado de una gran y leal mujer se dirime a favor de la sonrisa, de la moralina, de los aleluyas y de los arco iris gloriosos que ponen fin a una existencia tormentosa. La lógica de los acontecimientos no hacía presumir este tipo de desenlaces un tanto a favor de taquilla y en contra del seguimiento escrupuloso de la novela. Se suele decir que bien está lo que bien acaba… Pues eso.
Ernest Hemingway dijo que eran “Las nieves de Zanuck”.
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