Ruido... Tanto ruido. Ruidosos veinte. Quizás una traducción más literal del título de un film sobre la década, no prodigiosa precisamente, del retorno de la primera guerra mundial y de la depresión económica por excelencia como fue la de 1929.
Raoul Walsh realiza un buen trabajo donde la realidad documental abre el camino a una historia de chicos buenos a los que las cosas les han ido mal, en un contexto de crisis económica post belicista con altos índices de desempleo y donde al amparo de la llamada Ley Seca proliferaron las bandas y los gángster, los salones clandestinos, los ajustes de cuentas, las balas y el olor a pólvora. De ahí lo de “violentos” años veinte. Pero el retrato de Walsh es el de una generación de supervivientes donde la diferencia entre el camino recto y el avieso se encuentra en que hagamos una carrera (de taxi) una determinada noche y con un determinado cliente. Donde la vida depende de una cerveza o de tener un corazón excesivamente sentimental.
La historia no únicamente la cuentan los libros o los documentales, también se cuenta en películas como ésta que nos ofrecen una visión equilibrada de los ruidosos y violentos, pero sobre todo difíciles años veinte.
Quiero referirme, para concluir, a “ese gran tipo” y sensacional actor, James Cagney, gángster por excelencia de nuestra retina cinéfila, muy bien acompañado por sui-géneris Bogart, que si bien ya nos ofreció otros papeles de malvado (sin ir más lejos, tres años antes había dado vida al evadido gángster Mantee en El Bosque Petrificado), por lo general eran tipos con sentimientos, todo lo contrario de este George Hally despiadado y sin escrúpulos. Respecto a ellas, me quedo con Panamá Smith (Gladys George) y su mano sobre la de Eddie Bartlett (Cagney). No estaría de más echarle un vistazo a su filmografía.
Raoul Walsh realiza un buen trabajo donde la realidad documental abre el camino a una historia de chicos buenos a los que las cosas les han ido mal, en un contexto de crisis económica post belicista con altos índices de desempleo y donde al amparo de la llamada Ley Seca proliferaron las bandas y los gángster, los salones clandestinos, los ajustes de cuentas, las balas y el olor a pólvora. De ahí lo de “violentos” años veinte. Pero el retrato de Walsh es el de una generación de supervivientes donde la diferencia entre el camino recto y el avieso se encuentra en que hagamos una carrera (de taxi) una determinada noche y con un determinado cliente. Donde la vida depende de una cerveza o de tener un corazón excesivamente sentimental.
La historia no únicamente la cuentan los libros o los documentales, también se cuenta en películas como ésta que nos ofrecen una visión equilibrada de los ruidosos y violentos, pero sobre todo difíciles años veinte.
Quiero referirme, para concluir, a “ese gran tipo” y sensacional actor, James Cagney, gángster por excelencia de nuestra retina cinéfila, muy bien acompañado por sui-géneris Bogart, que si bien ya nos ofreció otros papeles de malvado (sin ir más lejos, tres años antes había dado vida al evadido gángster Mantee en El Bosque Petrificado), por lo general eran tipos con sentimientos, todo lo contrario de este George Hally despiadado y sin escrúpulos. Respecto a ellas, me quedo con Panamá Smith (Gladys George) y su mano sobre la de Eddie Bartlett (Cagney). No estaría de más echarle un vistazo a su filmografía.
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