El séptimo sello es una maravillosa conjunción de pensamiento y estética. Ambientada en la Edad Oscura por excelencia, la película se desliza de forma inquisitiva (como no podía ser menos tratándose de una obra de Bergman) sobre muchas de sus líneas maestras: Las Cruzadas, la peste negra, el clero y sus Apocalipsis, los cómicos y juglares, y por encima de todo, el bisturí sueco disecciona la propia oscuridad de una época en la que el temor de Dios, manipulado a su conveniencia por esa impresentable corte religiosa de los prodigios, coexiste con pequeños retazos de vida sencilla y bucólica, sensual y pícara.
Este es el marco pero no el intríngulis. El nudo gordiano que Bergman presenta por si alguien lo desata no es otro que la fe. Es el dilema de la fe como última esperanza vital frente a la humana necesidad de pruebas para creer. Bergman se pregunta y nos pregunta si en realidad Dios existe ó sino es más que un asidero de última hora ante el miedo a la infinidad de la nada. La partida de ajedrez con la muerte no pretende burlarla sino únicamente ganar tiempo. Tiempo para obtener respuestas. Tiempo para encontrar sentidos. Pero la muerte llega y las respuestas no. De ahí esas manos cubriéndose el rostro. De así esas oraciones preñadas de miedo ante lo inminente.
Este es, a grandes rasgos, el pensamiento de El séptimo sello. Pensamiento que encuentra refuerzo en cada una de las imágenes y secuencias de una película impactante y sorprendente. En cuanto a la estética, escenas como la irrupción de la procesión expiatoria en la aldea ó la cadena final de almas en pena, entre muchísimas más, excelentemente fotografiadas en blancos y negros absolutamente imprescindibles en una Edad Oscura de mentes sin labrar y campos apestados, justificarían por si solas mi valoración de esta obra como maestra. Si a ello le añadimos momentos de verdadera comedia y unos diálogos precisos, punzantes y ajustados a las diferentes idiosincrasias de sus muy distintos personajes, pues ahí tenemos la maestría de esta propuesta de Ingmar Bergman que pasa de proyecto a consolidación sólo si espectadores como nosotros la interiorizamos y hacemos nuestra. No se trata de comulgar con las ideas de Bergman. Se trata simple y llanamente de...pensar.
Este es el marco pero no el intríngulis. El nudo gordiano que Bergman presenta por si alguien lo desata no es otro que la fe. Es el dilema de la fe como última esperanza vital frente a la humana necesidad de pruebas para creer. Bergman se pregunta y nos pregunta si en realidad Dios existe ó sino es más que un asidero de última hora ante el miedo a la infinidad de la nada. La partida de ajedrez con la muerte no pretende burlarla sino únicamente ganar tiempo. Tiempo para obtener respuestas. Tiempo para encontrar sentidos. Pero la muerte llega y las respuestas no. De ahí esas manos cubriéndose el rostro. De así esas oraciones preñadas de miedo ante lo inminente.
Este es, a grandes rasgos, el pensamiento de El séptimo sello. Pensamiento que encuentra refuerzo en cada una de las imágenes y secuencias de una película impactante y sorprendente. En cuanto a la estética, escenas como la irrupción de la procesión expiatoria en la aldea ó la cadena final de almas en pena, entre muchísimas más, excelentemente fotografiadas en blancos y negros absolutamente imprescindibles en una Edad Oscura de mentes sin labrar y campos apestados, justificarían por si solas mi valoración de esta obra como maestra. Si a ello le añadimos momentos de verdadera comedia y unos diálogos precisos, punzantes y ajustados a las diferentes idiosincrasias de sus muy distintos personajes, pues ahí tenemos la maestría de esta propuesta de Ingmar Bergman que pasa de proyecto a consolidación sólo si espectadores como nosotros la interiorizamos y hacemos nuestra. No se trata de comulgar con las ideas de Bergman. Se trata simple y llanamente de...pensar.
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