¿En que se parecen las pelis de romanos y El gordo y el flaco? No. No es un chiste. Tienen algo en común. Lo que sucede es que ese algo es tan íntimo y personal que no puedo esperar a que den ustedes con la tecla. Bueno, como veo que se rinden, se lo diré : La magia. Un extraño hechizo , ¡habemus Potter! que consigue transportarme rebobinando el tiempo hasta mi infancia y juventud. La cosa no es demasiado difícil pues no hay que rebobinar mucho (¡ejem, ejem!). ¡Dichosa tosecilla!.
Los últimos días de Pompeya me ha hecho retroceder a aquellas lecturas de libros juveniles de la, por entonces, famosísima colección Historias. Y aunque no pretendo encontrar excesivas fidelidades entre libro y film, reconozco que el parecido entre ambos es el de un huevo y una castaña. Son redondos. Se comen. Y podemos encontrarlos en los mercados. Pero poco más. De cualquier manera, eso no hubiese tenido mayor importancia si el trabajo cinematográfico de Mario Bonnard me hubiese dejado buenas vibraciones. Pero no. Allí las únicas vibraciones que habían eran las producidas por un volcán, evidentemente el Vesubio tanto en la versión Lytton como en la Bonnard, espectador en la fila cero de una obra flojita e insulsa, al gusto, conveniencia ó posibilidades reales de exhibición, de una época de mantillas, misas los domingos y fiestas de guardar y Calabuch por la tele todas las Semanas Santas.
Mas que serie B estoy por catalogarla como serie F. Con F de floja. Y no culpabilizo a los actores, ni al musculitos Steve Reeves ni a la bella Christine Kauffman, ni mucho menos a los participantes patrios como Guillermo Marín ó Fernando Rey porque nos dejaron muchas más de cal que de arena a lo largo de su trayectoria profesional. En realidad no culpo a nadie. No merece la pena.
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