miércoles, 30 de septiembre de 2020

EL IDOLO CAIDO (CAROL REED, 1948)

 


 

                                                                                                                                                       
La prueba más palpable de la injusticia que el tiempo ha cometido con Carol Reed es el hecho de que una de sus películas insignia (The third man) venga siendo pertinazmente atribuida (en entornos “populares” no demasiado cinéfilos) a Orson Welles. Esta es la prueba del nueve del olvido actual para un director británico excelente que en los años cuarenta nos dejó trabajos de prestigio, reconocidos por sus colegas británicos (Tren nocturno a Munich, Larga es la noche, El tercer hombre y El ídolo caído) y que incluso en el ocaso de su carrera filma El tormento y el éxtasis y el musical Oliver con Oscar al mejor director incluido.

El ídolo caído es un exponente perfecto de cómo una cámara fotográfica es capaz de recoger y transmitir toda la confusión psicológica que el mundo de los adultos puede provocar en una mente infantil. Cada plano, cada secuencia, son auténticas brújulas que describen perfectamente los derroteros por donde navega su pensamiento y, basándose en ellos, Carol Reed construye una intriga cuyo resultado nos resulta a los espectadores tan extraño e incierto como imprevisible es la reacción del niño ante la rotura de sus más íntimos dogmas de fe, una fe ciega en su amigo y aliado el mayordomo Birnes, “compañero del alma compañero”, convertido en ídolo personal y elevado a las alturas por su desenfrenada imaginación.

Basada en una historia de Graham Greene (bastante habitual con Carol Reed), la película refiere los momentos más tensos de una rotura matrimonial vistos a través de la inocente mirada de ese niño de clase acomodada y desatendido por sus padres a quien se le pide que forme parte activa de una farsa que no comprende. Una farsa hecha de falsedades y mentiras orquestadas desde una supuesta madurez y que, quebrados sus frágiles pies de barro, acabará derribando mitos, ídolos, héroes e ilusiones.

No me extiendo más en la sinopsis para que puedan disfrutar al completo de una historia donde los espectadores intentamos ver la realidad desde la perspectiva de un chiquillo de apenas 8 años. Parece una tarea irrealizable pero no es así. La maestría de Carol Reed y la gran categoría profesional de un genio de la fotografía como Georges Perinal obran el milagro y dónde hubo una única acción, nosotros vemos dos, la real y la que ha visto el niño Phillipe. Y la película nutre su suspense de esas dos verdades, diferentes hasta el antagonismo… ¿Cuál se impondrá?

 Excelente la interpretación de uno de los actores más notables de la filmografía británica, Ralph Richardson. Igualmente feliz la interpretación de la francesa Michele Morgan, cuyos ojos es siempre un lujo contemplar, Bien Sonia Dresdel dando vida y carácter a la señora Baines, ama de casa de la embajada francesa y finalmente punto y aparte para la sencillez y naturalidad de un niño que no había hecho nunca cine, que fue seleccionado desde la portada de un libro que su padre escribió sobre los refugiados franceses en Inglaterra, y que gracias a un minucioso y delicado trabajo de Carol Reed nos ofrece una de las actuaciones más naturales e inolvidables que he visto nunca: Bobby Henrey.

Puntuación: 8,00

 

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