martes, 22 de septiembre de 2020

GAMBIT (RONALD NEAME, 1966)



 
 
Si bien no existen fórmulas infalibles para atraer a los espectadores a las pantallas cinematográficas, es absolutamente cierto que la presencia de determinados actores y actrices que cuenten con la admiración popular (también algunos directores), son factores que pueden desnivelar claramente la balanza hacia un lado u otro. Una vez desnivelada, todas las demás circunstancias que concurren en una obra fílmica coadyuvan al éxito o al fracaso. Las llamadas “obras maestras” son algo así como conjunciones planetarias donde todos están en su lugar único y posible, casi religioso, y donde la totalidad se convierte en la materialización de la perfección.

Filosofías aparte, en este caso la balanza se desnivela clarísimamente con la presencia de una actriz cuya trayectoria en los años 60 era espectacular. Ahí queda eso:  Can-Can, El apartamento, La calumnia, Irma la Dulce, Cualquier día en cualquier esquina, Mi dulce gheisa o Ella y sus maridos. Esos eran sus poderes y con ellos el derecho a elegir partenaire. Y el elegido fue Michael Caine. Lo explicaba la propia Shirley MacLaine:

“Michael Caine era un actor cockney que me había gustado en The Ipcress File. Me impresionó su aire seco y sarcástico, y le pregunté si vendría a Estados Unidos para protagonizar Gambit conmigo”

Aunque mis habilidades traductoras estén al nivel P de parvulitos, creo que todos reconocemos en la frase de Miss MacLaine al actor del East End londinense. Su sequedad, su sarcasmo y su acento cockney se encuentran, claramente, entre sus señas de identidad. Como él mismo decía en una entrevista televisiva, sonriendo y aplanando las vocales: “Puedo interpretar cualquier cosa”. Así pues aceptó la oferta, hizo las maletas y le dio un impulso a su carrera en el mercado americano de la mano de un buen director, inglés como él, Ronald Neame, en cuya filmografía encontramos además El millonario, Una mujer sin pasado y sobre todo la muy recomendable El hombre que nunca existió.

Gambit no es una obra maestra, pero se encuadra bien dentro de un género cinematográfico, el de los ladrones de alta escuela, recomendado guante blanco y esmoquin, que nos ha dejado momentos inolvidables. Topkapi, Charada, Como robar un millón o incluso aquella del clan Sinatra La cuadrilla de los once (1960) son ejemplos memorables de un cine que consigue la complicidad de los espectadores al límite justo de situarnos en el lado oscuro de la ley un tanto hipnotizados por esa química tan difícil de encontrar y que aquí estalla entre Caine y MacLaine y sin perder de vista la gran actuación de Herbert Lom, actor al que Blake Edwards extrajo su vena más cómica pero que cuenta con innumerables registros interpretativos.

Precisamente Herbert Lom da vida a un millonario árabe que, obsesionado por el recuerdo de su esposa muerta, tiene en su poder una valiosa estatua de la emperatriz Lissu, de gran parecido con la difunta. Sin embargo ambas, esposa y emperatriz,  parecen revivir cuando entra en escena Nicole (MacLaine) una bailarina de Hong Kong contratada por Harry Dean (Caine) y que es, sin duda, una copia perfecta de ellas. Aprovechándose de esta circunstancia se teje una sofisticada trama donde un ladrón y un traficante de arte tratan de apoderarse de lo ajeno. Un plan perfecto y sin fisuras. Una realización fallida…¿O no?. Descúbranlo ustedes mismos. Les dejo una pista. Gámbito: Jugada de ajedrez en que se sacrifica una pieza menor con el fin de lograr un objetivo más alto. Una especie de doble juego, vamos.

No puedo finalizar sin decirlo: El trabajo de Caine y Lom roza la perfección pero Shirley MacLaine está en una especie de plano astral distinto: ¡Maravillosa!. Como les decía al principio, ella, por si sola desnivela la balanza. 
 
Puntuación: 7,40 
 
 

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