¿Podemos abstraernos de nuestros esquemas occidentales? Esta es la pregunta clave. Porque si no podemos abstraernos repetiremos incesantemente, como hacen otros críticos, ¿Porqué no le confesó su amor? ¿Porqué tuvo un hijo que nunca conocería a su padre?. Años 30. Shangai. Filosofías orientales. ¿Recuerdan? Una China convulsa. Vientos de guerra. El amor infantil, el juvenil, el maduro... Un perpetuo ramo de rosas blancas.
Destapemos nuestra sensibilidad. Dejemos que se impregne de esta historia, aunque la sintamos lejana desde la óptica de nuestro mundanal ruído donde prima lo directo, el pan pan y la verdad sin tapujos. Pero estamos en Asia, en la China inmensa y profunda. Milenaria. Las mismas verdades con distintos vestidos, con gasas y encajes, con siete o setenta velos en contraposición a los Ruiz de la Prada occidentales. No se aceptan preguntas solo sentimientos.
Llama poderosamente la atención la capacidad de Xu Jinglei como actriz, como directora y como escritora, pero sobre todo para hincar alfileres en nuestras fibras más íntimas, esas que la occidentalidad nos ha atrofiado. Y lo hace tanto desde la palabra, esa voz en off que transmite resignación y un cierto fatalismo como desde las imágenes. En ese sentido la escena final llena de complicidades es absolutamente maravillosa.
En una película en la que hay que emigrar desde valores materiales a principios inmateriales, la música se me antoja absolutamente fundamental. Y en este sentido, las melodías de cuerda son imprescindibles compañeros de viaje. La ambientación y la fotografía también muy conseguidas.
Cuando el cine actual, especialmente el americano, en su carrera por las taquillas y los beneficios, va dejando la calidad en la cuneta, el cine asiático ha recogido el testigo y consigue, a base de obras como esta, que nos reconciliemos con el cine y que este sea un instrumento con una única finalidad: Emocionarnos.
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